En el panorama actual, la universidad se topa con retos que ponen en evidencia los progresos alcanzados en la batalla por la equidad. Es vital que la entidad no ceda terreno ni negocie los derechos obtenidos, sino que potencie su función como protectora de la equidad y la justicia social. Para conseguirlo, la universidad necesita establecer políticas de inclusión que garanticen el ingreso y la permanencia de alumnos de grupos históricamente excluidos. Esto conlleva robustecer los programas de becas, tutorías y apoyo académico para asegurar la equidad de oportunidades. Adicionalmente, resulta crucial fortalecer las acciones contra la discriminación y la violencia de género en el campus, fomentando una cultura de respeto y diversidad. En el ámbito académico, la universidad debe continuar integrando visiones de género y diversidad en sus programas de estudio, fomentando el razonamiento crítico y la generación de saber que cuestione las estructuras de poder que excluyen. Simultáneamente, debe proteger la autonomía de la universidad ante presiones externas que intenten contrarrestar los progresos en derechos humanos y equidad. El compromiso con la igualdad también requiere una participación activa en el debate público, denunciando retrocesos normativos y defendiendo políticas que promuevan la justicia social. La vinculación con organizaciones de la sociedad civil y la generación de investigaciones aplicadas pueden contribuir a la transformación de la realidad social más allá de las aulas. En conclusión, la universidad debe reafirmar su rol como espacio de resistencia y transformación social. En esta coyuntura, su deber no es negociar lo obtenido, sino consolidar y ampliar los logros alcanzados, asegurando que la educación siga siendo un motor de cambio hacia una sociedad más equitativa.